Ne me quitte pas

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Cuando en 1959 Jacques Brel escribiera la canción más hermosa que puede escribirse de una súplica, ya Eunice Kathleen Waymon cantaba bajo el nombre de Nina Simone en los bares de Atlantic City. No hay evidencias de que ambos se hayan conocido nunca. Brel murió en Francia en 1978 a causa de un cáncer pulmonar, época en la que Nina andaba por Barbados, evadiendo los impuestos que había dejado de pagar como protesta a la guerra de Viet Nam. Sin embargo existe una conexión, un vínculo entre ambos: Nina Simone susurraría junto al piano, años después, casi en silencio, la versión más sublime del arrepentimiento de Brel, la desesperación del belga por recuperar a su esposa en una canción, el miedo insostenible a las cosas que no se pueden olvidar, el grito de no me dejes menos ahogado de la historia de la música.

Ne me quitte pas es, ciertamente, de esas canciones escritas para la soledad de las madrugadas, con un cigarro quemándote los dedos mientras te preguntas a qué hora se apaga toda La Habana, o si Brel no habrá dejado a Zizou justamente para componer algo como aquello, para que luego llegara la Simone con su breathiness y terminara por jodernos a esa hora de la noche.

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