Olores

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Cada vez que llego a Sancti Spíritus lo hago francamente agotada. Como si las ganas de oler la casa se me acumularan en las articulaciones o me cayera sobre las sienes el peso de tantos días ausente. Mi casa, cuando yo llego a Sancti Spíritus, huele a frijoles recién sazonados, a niño, a crayolas y temperas húmedas, a cuero de chivo, a ropa limpia, a sol, a cilantro y a café colando. Suelto la mochila en medio de la sala y me sirvo un vaso de agua de la pluma, que es como los espirituanos llamamos a la pila. El agua en Sancti Spíritus sabe siempre igual, a lluvia clara y a patio. A Yayabo crecido y a montaña.

Parece que ya va siendo hora de regresar, porque por estos días comienza a faltarme el aire o es la necesidad, creciente con el cumpleaños 500 de Santilé, de acariciar las paredes impregnadas de malanga batida, talco Johnson&Johnson, saliva, goma y caucho para morder, y un aroma medio dulzón que no identifico hasta que hundo la nariz en un cuello diminuto y aspiro suavemente.

Desde aquí ya se huele la pintura de las fachadas, la cal del puente y la leche de chiva. Desde aquí se huele la villa, el sudor de los caballos, las guitarras de las noches y el ron.

Y el llanto, que sabe a nostalgia, a tierra mojada y a sala de hospital.