Tómate el café, coño

La cafetera no tiene asa porque una mañana subiste demasiado la candela y se derritió en un dos por tres. Un charco negro espeso que se escurrió por la hornilla sin que te diera tiempo a salvar más que un pedazo pegado a la tapa que a la larga ibas a tener que arrancar también. Entonces es así, cuando cuela apagas el fogón y coges la cafetera con las dos manos envueltas en un paño seco y sirves las tazas directamente, y ahí que cada cual le ponga el azúcar que quiera. Continúa leyendo Tómate el café, coño

Resumiendo

1.

Alrededor de las diez de la mañana, el Palacio de las Convenciones de La Habana hace un receso en sus congresos y simposios y los periodistas, en su mayoría, van a la sala de prensa a reportar en unas veinte líneas la corta sesión de la mañana. Algunos llaman por teléfono, otros se ponen al día con sus mensajes, aprovechan la conexión. El 12 de febrero de 2014, alrededor de las diez y media, se vacía una computadora que es ocupada de inmediato por una muchacha de pelo muy corto que había estado esperando sentada al fondo de la sala. Continúa leyendo Resumiendo

Notas de viaje

Querido M.,

Ayer me senté casi tres horas frente al mar. Era un mar agreste, de olas groseras que se alzaban frente a mí y que, sin embargo, cuando me acercaba a ellas, no se atrevían a mojar mis pies. En esta parte del norte de Brasil, al mar le creció un buen día un banco de arena de kilómetro y medio de ancho, que divide las aguas y parece un desierto de conchas y sal. Continúa leyendo Notas de viaje

Yo sé de un lugar

Hace unos días le dije a mi amiga Lorena que había desistido de vivir en Santos Suárez. Que, aquella convicción de que Santos Suárez era el barrio donde yo estaba destinada a vivir –y que convenientemente quedaba cerca de ella y de otra de mis amigas más antiguas–, era una idea que ya no me parecía tan buena. Continúa leyendo Yo sé de un lugar

Sin título (4)

Hundo la cara en la almohada (la almohada, como la toalla, como los bordes de la sábana y las camisas, se ha tornado rosada) y me pregunto. Vierto la cafetera íntegra en una sola taza y endulzo —de más— el primer café del día. Enciendo un cigarro y cruzo las piernas, sostengo la taza entre los dedos algunos minutos, así la cerámica no me quema los labios, y soplo. Una, dos, tres, cuatro veces, y luego sorbo. Continúa leyendo Sin título (4)

Idea

Nadie ha escrito un texto más completo sobre Idea Vilariño que Leila Guerriero. Que no la conoció jamás. Que leyó su poesía toda y supo por sus versos que la vida de Idea fue la vida de Onetti. Nadie ha contado mejor en un texto cómo la vida de una mujer —que dejó una nota prohibiendo cruces en su entierro— fue la vida de un hombre.

Nadie, y aun así.

Me sedujo, al instante, leerla consumirse en cada estrofa. La desesperación de quien ama, incluso, mutilado el amor (En lo hondo/ olvidado/ late intacto/ el muñón/ doliendo sordamente), la paciencia (Estoy aquí/ en el mundo/ en un lugar del mundo/ esperando/ esperando./ Ven/ o no vengas/ yo/ me estoy aquí/ esperando.), la conformidad con lo poco que se ofrece (Yo no te pido nada/ yo no te acepto nada./ Alcanza con que estés/ en el mundo/ con que seas/ me seas/ juez y dios./ Si no/ para qué todo.), y la aceptación del fin (Qué lástima/ que sea solo esto/ que quede así/ no sirva más/ esté acabado/ venga a parar en esto./ Qué lástima que no/ pudiéramos/ sirviéramos/ que no sepamos ya/ que ya no demos más/ que estemos ya tan secos./ Qué lástima/ qué lástima/ estar muertos/ faltar/ a tan hondo deber/ a tan preciada cita/ a un amor tan seguro.). Y todo de nuevo.

Y Onetti que reaparecía para revolver su vida y su poesía y su enfermizo cuerpo que amenazaba con quebrarse al menor suspiro y en cambio se erguía lo suficiente para parir otro grito: (…) Te estoy llamando/ amor/ como al destino/ como al sueño/ a la paz/ te estoy llamando/ con la voz/ con el cuerpo/ con la vida/ con todo lo que tengo/ y que no tengo/ con desesperación/ con sed/ con llanto/ como si fueras aire/ y yo me ahogara/ como si fueras luz/ y me muriera (…).

Y me pregunto qué pudiera decir yo de esa mujer —yo, que tan solo he leído de ella los poemas que he podido encontrar, que he bebido del perfil que la argentina escribiera de la uruguaya muchas veces y aun así no soy capaz de comprender su vida del todo, yo que le temo y sueño con un amor que me haga cenizas las uñas y me nazcan palabras que juntas, tan solo juntas, sean la mitad de hermosas que su Sabés, o su Seis, o esa fiera que es Ya no. Decir a la gente: “somos dos monstruos”. Y sonreír—. ¿Qué pudiera decir yo?

Que sus hermanos se llamaron Alma, Azul, Poema y Numen, pero eso todo el mundo lo sabe. Que hay quien piensa que no se enamoró realmente de Onetti, que no lo quiso tanto como escribió, y que todo fue un asunto literario, pero eso también se sabe. Que le dedicó un libro entero a él y, años más tarde, rota, borró la dedicatoria. Todo eso se sabe y, sin embargo, es lo que yo puedo decir.

Entonces callo. Me refugio en ella, mejor. Repaso dos y tres veces el único libro suyo que poseo, fechado, para mí, en La Habana, el 20 de febrero de 2016. “Prestado con carácter permanente a Diana Ferreiro”, dice en tinta negra.

Ya no será/ ya no/ no viviremos juntos/ no criaré a tu hijo/ no coseré tu ropa/ no te tendré de noche/ no te besaré al irme./ Nunca sabrás quién fui/ por qué me amaron otros./ (…) ni cómo hubiera sido/ vivir juntos/ querernos/ esperarnos/ estar./ (…) No me abrazarás nunca/ como esa noche/ nunca./ No volveré a tocarte./ No te veré morir.

Y me callo.

SIN TÍTULO (3)

Cuando mi padre me dijo que había logrado vender la máquina de escribir me costó volver a mirarlo a los ojos por unos minutos. Me tomó por sorpresa porque ni siquiera sabía que había estado intentando venderla. Me decepcionó el precio: trescientos pesos.

Pensé que el día que yo encontrara una máquina de escribir como la de mi padre por trescientos pesos sería un día maravilloso.

Pensé en el tipo que ahora debía tenerla. Podía ser una mujer, pero no pensé en esa posibilidad.

Pensé en qué podría haber gastado mi padre los trescientos pesos que hubiese valido la pena deshacerse de aquella máquina verde con todo y su estuche. Pero preferí no preguntarle.

A fin de cuentas, me dije después, ¿qué iba a hacer yo con aquella máquina? Ciertamente escribir no. Pero hubiese quedado perfecta en alguna pared de mi (futuro) apartamento, o encima de una mesa armada con otras mesas y rodeada de libros y fotos. O para sentarme frente a ella con un cigarro y una taza blanca de café—aquí va un selfie con filtro en sepia—, los sábados lluviosos de mayo. La podríamos usar, incluso, para dejarnos pequeñas notas de vez en cuando mientras nos amemos y eso. Mira tú cuántas cosas que no incluyen escribir. Escribir de verdad, en plan narrativo o poético o periodístico o ensayístico o dramatúrgico o por ahí para allá una pila de géneros más. No.

Esta máquina de escribir, verde ella, donde tecleé una vez durante horas un trabajo práctico de Historia y un concurso literario para niños, a ver si me entiendes, reposaría allí como símbolo de mi niñez. Sería, junto a mis libros y la reproducción de Servando Cabrera que deja ver cómo le quito a mi madre, lo único que me quedaría por traer de allá cuando sea la hora.

Que estés tú al menos, ahora que la máquina no está más. Eso bastaría.

Sin título (1)

Suena Roly.

(No esperes que vuelva que no me iré nunca,/ siempre caigo en brazos de quien me deslumbra/ desmayado de hambre y de sueños también/ buscador de miel sin renuncia./ Estoy tocado por tu olor/ para reverdecer/ me da el pistilo de tu olor/ con la estocada, el ser./ Estoy tocado por tu olor/ me ciega el resplandor,/ de tu fragancia natural minero soy./ No esperes que vuelva que no me iré nunca,/ siempre caigo en brazos de quien me pregunta/ por el par de niños que quiero tener/ y aprendo y me entrego a crecer./ Busca en tus deseos y si no me he ido/ seguiré en tus brazos orgulloso y vivo,/ creando las plumas para revolver/ plumas que has trocado en placer.)

Y pienso que debiera existir una ley, la sección b de algún decreto o artículo, PRIMERO: que prohíba la insolente permanencia de tu olor en mi almohada; SEGUNDO: o las marcas de tus dedos en mis piernas (que, si lo piensas un poco, es también una manera de dejar tu olor regado por aquí). Prepara una bolsa donde quepan también todas las canciones -todas, todas- y el poema que Idea Vilariño te escribió una vez. Déjame La ilusión, de Santiago, y llévate hasta las fundas si es preciso, porque me niego a despertar con tu olor sobre los párpados. Pero cuida que no pese demasiado, porque habrás de traer la bolsa contigo cada vez que vengas. Iremos cambiándola según nos plazca.

Y pienso que debieras firmar debajo de mí, si estás conforme.

Solo digo que debieras. Me parece lo más lógico, a estas alturas.

 

 

 

 

 

Retrato de domingo

Siempre que caen los domingos —crueles bestias enfermizas— y despierto tarde, más tarde que de costumbre y se juntan horarios, me invade los huesos un cansancio inofensivo pero obstinado que se queda hasta la madrugada. Paso las horas acostada, leo un par de libros que he ido dejando en la mesa de noche y que de tanto tiempo allí se creen adornos, y me pongo al día con alguna serie.

Duermo a ratos.

O eso intento, porque el Cerro es un barrio desalmado cuando se trata de dejarte descansar los mediodías, y al poco me levanto y bajo a hacerme un café. Y pienso. Pienso todo el tiempo en cosas que ya no tienen remedio, en cosas que debería haber olvidado para estas fechas, o en cosas tan inútiles como un amante online, por ejemplo. A veces sueño con mis abuelos y entonces pienso también en ellos. De cómo siempre los sueño vivos y esas cosas.

Otras veces un poco en ti. Porque me ha costado mucho descifrarte y aún no sé qué me ata. He pensado que pudiera ser la voz. Y sé que suena súper loco, pero así hablemos de pelota en tu voz siento como un alivio, y se me antoja un lugar de descanso, un lugar donde perderme.

Y luego una tiene que pensar, por fuerza, en los lunes, que son unos bichos azules con otra clase de crueldad. Calculadora, inevitable. La de los domingos es más bien un poco inocente a inicios de la mañana, pero hacia la media tarde se torna sombría, husmeando dentro de una, poniendo a la vista recuerdos y nostalgias y creando fieros espejismos de almuerzos en familia y siestas con los sobrinos encima de ti, que te obligan a respirar muy despacio para no despertarlos.

El domingo deriva entonces —como este post— en un grito melancólico que comienza a menguar en la noche, con la cocina en orden y la misma lista de reproducción una y otra vez desde el cuarto. Y luego ya nada más.

Uno menos.

Seis días a partir de mañana.