Day after

Despiertas por tercera vez y aún no amanece. No lo hará por otras dos horas, no importa cuánto mires el teléfono. Hueles a sexo. Tus manos, tu aliento, tu entrepierna. Y huele mal, como el buen sexo, y no te quejas. Incluso cuando probablemente te acomodes la ropa encima y te vayas sin esperar el café, no vas a quejarte. Caminarás hasta la oficina bañada en el perfume que guardas en la cartera para estas ocasiones, quizás un poco adolorida, pero por esto tampoco te quejas. Tu amiga siempre dice que si luego duele por todo el cuerpo es porque está bien hecho. Sonríes. Parece que te atropelló un puto maratón de educación física. Nada visible, siempre te aseguras antes de salir. Pero estás exhausta. Por delante ocho, nueve horas de oficina. Necesitas dormir. Necesitas que aparezca alguien, un alma caritativa que te acaricie la cabeza y te diga: anda, vete a casa, yo me ocupo de todo, toma un baño, descansa, no pienses demasiado en anoche, no pienses demasiado en nada, mucho menos en arrepentimientos, vamos, recoge tus cosas, dale, en serio, yo me encargo, no seas boba muchacha, te prometo que el trabajo aún seguirá aquí mañana, deja de sentirte así, no es importante, nada lo es. Lo que el alma caritativa no sospecha es que en casa no estarás a salvo. La memoria se fue acumulando todo este tiempo y la casa es un arenal, canta Drexler. Lo que el alma caritativa no sabe es que es precisamente eso lo que te salta en el estómago: que no sea importante, que nada lo sea. La segunda vez que despertaste quisiste huir, recoger las ropas estrujadas del suelo y largarte de allí, antes de poder distinguir entre las sombras siquiera un detalle de la habitación, nada que te martille luego la cabeza y te haga querer regresar. Un libro, un disco, esa manera de disponer las cosas y la vida. Ya bastante tienes con todo lo demás. Ya bastante tienes con la certeza de que nada de esto tiene significado para nadie. Ni siquiera para las personas que te tropezaste al intentar buscar la puerta de la calle para largarte de una vez. Buenos días y adiós, un placer conocerla, señora. Si lo piensas bien ni siquiera te acuerdas de ese rostro que te miró de arriba abajo con pena. Sí, era pena, estás segura. Pero qué le vas a hacer. Un último beso en la puerta y se fue todo el creyón, lo siento, siempre lo hago, y lo limpias torpemente antes de dar la espalda y bajar las escaleras. Por primera vez ninguno de los dos dice nada. Ni siquiera el nos vemos en estos días que tanto te exasperaba de sus mensajes de texto. Y te jode. Te jode mucho estar pensando en eso horas después, sentada en la oficina, con montañas de cosas por hacer. Sales al patio y enciendes un cigarrillo. Ha vuelto el temblor a la mano derecha. Es un temblor ligero, casi imperceptible a todo el mundo. Pero tú sí puedes sentirlo. Te recorre desde la punta de los dedos hasta los pulmones, mira a ver tú cómo es eso posible. Es el alcohol de anoche, es el tabaco de anoche, te dices, y lo olvidas hasta que desaparece. You need to get your shit together, dice el chat y estás de acuerdo, completamente, you are right my dear, eso es exactamente lo que pienso hacer, y te desconectas. Editas tres textos, cuatro, cinco. Quemas las horas que te van quedando en internet buscando fotos para graficar esos textos. Repasas los highlights de la madrugada: sus manos, palabras. El miedo, viscoso, se adhiere a ti y esta vez no intentas despegarlo. Lo dejas hacer. Si ha pasado tanto tiempo ya es amor, dice el chat que has vuelto a conectar, deberías escribir algo. Ficción, deberías escribir ficción y ponerle un título de verdad, basta ya de la mierda esa de enumerar sin títulos.

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